
Estoy aquí, sentada en el umbral de mi pobre casa, con las manos juntas, la mirada perdida. Frente a mí, está él: ese barranco, ese monstruo silencioso que avanza, que consume cada vez que llueve. Se acerca, se extiende, se abre como una gran boca negra lista para tragárselo todo. Y yo, miro, impotente, con el corazón aplastado por el miedo, el dolor y la desesperanza.

¡Mi casa se va! Es todo lo que tengo. Aquí crié a mis hijos, aquí soñé con pasar mi vejez. Cada ladrillo fue arrancado al precio de años de privaciones y sacrificios. No es una gran casa, pero es mi vilas, un palacio lleno de amor, de recuerdos y de vida.
Y hoy, ese barranco amenaza con llevárselo todo. Ya la cerca se derrumbó, arrastrada por las aguas de lluvia. Ya desapareció un rincón del huerto donde sembraba algunas hortalizas. Pronto será la cocina, luego la habitación donde duermen mis pequeños. Pronto, será todo.
Grito, ¿pero ¿quién me escucha? Suplico, ¿pero ¿quién me tiende la mano? Las autoridades hablan de proyectos, de presupuestos, de promesas… pero yo solo tengo mis lágrimas para llorar, y mis brazos para intentar salvar lo que se pueda con sacos y pedazos de bambú.
Por las noches, no hay descanso. Cada trueno me arranca la paz, el apetito y me hace sobresaltarme. Cada lluvia es una catástrofe. Y rezo, y grito, y lloro, sin ayuda, me desespero. Miro a mis hijos sin futuro y sin herencia. ¿Habrá alguien, en algún lugar, que escuche mi grito? ¿Habrá alguien que pueda intervenir antes de que esto alcance mi iglesia? Estoy cansada. ¡Cansada de gritar! Cansada, cansada de llenar sacos de arena. Cansada, cansada de plantar bambúes. Cansada de ver a mis hijos crecer bajo la sombra de una catástrofe más fuerte que ellos. ¡Cansada!
Ben Expedit Kumongo sscc
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30/04/2025